viernes, 23 de enero de 2015

Falleció Humberto Ríos cineasta del pueblo.

POR JUAN MASCARÓ



A los 84 años se fue Humberto Ríos. El negro para los amigos. Cineasta, fotógrafo, pintor, maestro. Vivió con intensidad y coherencia. Cuando uno lo llama cineasta del pueblo está siendo justo con un hombre de su tiempo que podemos descubrir ligado a lo mejor del cine militante en América Latina. Pero también uno esta de este modo parafraseando a su documental Al grito de este pueblo (1972), maravilloso fresco de su Bolivia natal, revolucionaria desde y hasta la médula.

En los años 50 marchó de allí para estudiar cine en el IDHEC de Francia, donde conoció a Alain Resnais, Françoise Truffaut y Costa Gavras. En su paso por París se comprometió con un grupo de activistas que luchaba clandestinamente contra la guerra de Argelia. Fue uno de los pocos que integraban aquella célula que pudieron esquivar la prisión.
Radicado en la Argentina desde 1960 fue autor de numerosos cortometrajes - una nota tan extensa como esta podría escribirse de Faena (1960) que junto a Tire Die (Fernando Birri, 1960) sientan las bases del cine social en nuestro país - pero también del largo de ficción Eloy, una película perdida hasta hace unos años cuando fue hallada en Chile, país en que fue filmada a fines de los 60, rememorando la historia de un bandido rural a partir de sus recuerdos a la hora de morir, asumiendo los riesgos de una narración guiada por la memoria más que por la cronología y una fotografía monumental.
Algo del pintor había en los cuadros nacidos de la cámara que Humberto tomaba entre sus manos para hacer sus películas o para trabajar con el desaparecido Raymundo Gleyzer. Ríos fue maestro de Gleyzer en la escuela de cine de La Plata en los 60, y Raymundo sabía que no podía dejar pasar la oportunidad de incorporarlo para ponerle imágenes potentes a sus historias urgentes. Humberto realizo la cámara de cortos etnográficos como Pictografías de Cerro Colorado y Ceramiqueros de Traslasierra (1965). El maestro fue cámara del estudiante en un gesto de humildad pero también en el hermanamiento de las ideas que toco su punto más alto con México, la revolución congelada (1971) filmada clandestinamente en México.
De esta película le escuche muchas anécdotas a Humberto, pero hay una que lo pinta de cuerpo entero. En una de las largas jornadas bajo el agobiante sol del sur mexicano preguntándose porque luego de la revolución la tierra seguía en las mismas manos, el calor y la falta de agua desmayaron a Humberto. Se cayó y con él la cámara, una Bolex 16mm que se rompió. Raymundo desarmo la maquina e intento arreglarla. Lo logro pero luego del accidente las imágenes quedaron registradas con un leve temblor que quedo incorporado a la película. Estoy seguro que los mejores planos de Chiapas los hizo Humberto con la cámara rota. Ese es el espíritu de esa generación. Una idea en la cabeza y una cámara en la mano como decía Glauber Rocha. Hacer el cine con muchos recursos, con pocos o con ninguno. En definitiva: pasión.
Ese es el valor que la presencia de Humberto Ríos en medio de los piquetes y las fábricas tomadas del 2001 tuvo para nuestra generación. El negro era un puente entre décadas de lucha, un sobreviviente que venía a contarnos con humildad como era intentar una revolución. Su experiencia con Raymundo, su militancia en la FAR, sus corridas filmando la masacre de Ezeiza (1972), la desaparición de su amigo Raymundo a manos de la dictadura cívico-militar de 1976 y mil cosas más están contadas en El Cine Quema (1997) el libro de Fernando Martin Peña que rescato por primera vez la historia de Gleyzer a partir de un notable montaje escrito de entrevistas y en Raymundo (2002) de Ernesto Ardito y Virna Molina, una película que se parece para mí a las canciones que uno recuerda por la época en que las escuchaba, mas allá de su forma y melodía. Raymundo acompañó nuestro descubrir de una calle poblada y rebelde, después del invierno de los 90, y allí proyectábamos y filmábamos, y allí estaba Humberto uniendo caminos… incansable. Atrás de la obra de Gleyzer estaba la suya, igual de fundamental y vital
No paro de filmar, organizar a los documentalistas y escribir sobre su forma de ver el documental, como cuando nos dejo esta definición, que no es poco. “Entiendo al cine documental como aquel que permite captar realidades complejas, analizarlas y develar el rostro de situaciones siempre ocultas tras de la maraña de informaciones tergiversantes proporcionadas por los grandes centros de comunicación alineados con los intereses de las grandes potencias imperialistas. El cine documental desencadena debate social, promueve el diálogo agitado que inaugura una nueva forma de ver los problemas, al descorrer el velo con el que se oculta el rostro de la pobreza, por ejemplo, y al testimoniar –mediante la imagen y las voces auténticas de los protagonistas, los dramas cotidianos”
Humberto sorprendía rebelándose al paso del tiempo, como la noche que lo cruzamos en un recital de Arbolito, el grupo de folklore, en medio de un público joven con auriculares “para escuchar bien”. Hace poco murió un compañero y le escribí una carta que publique. Terminaba diciendo que uno quiere abrazar a los que se van, pero es un abrazo al vacío. Estamos acostumbrados a querer con el cuerpo, son las reglas de nuestro paso por este mundo. Humberto me escribió – últimamente se la pasaba despidiendo contemporáneos – y me dijo: “Juan, como dices bien: nos quedamos abrazando al vacío, y me atrevo a agregar...también al silencio. No estarán más los sonidos de sus pasos, pero quedarán las huellas de su caminar incrustados en nuestras retinas. Así son los andares de compañeros por estos pagos que nos enseñan a todos a no dudar, a no bajar los brazos, a continuar la lucha...”
Hasta hace una semana trabajo, filmo, hizo entrevistas, editó, viajo. El Festival Internacional de Cine de Mar del Plata programó para fines de noviembre su documental Fernando Birri, el utópico andante (2012), una larga charla entre maestros que forma parte de una serie de capítulos sobre documentalistas que produjo Ríos los últimos años, con la amorosa colaboración de jóvenes estudiantes y profesionales de cine que conoció en las aulas. Sus más recientes compañeros tendrán la tarea de terminar una película sobre Santiago Álvarez - el documentalista cubano que le puso ojos a la revolución - que quedo en la isla de edición.
Hoy a la mañana, en el cementerio de la Chacarita, acompañaban al negro a su descanso final, de un lado sus contemporáneos y familia; del otro, jóvenes camaradas de sus últimas aventuras. Esa foto lo cuenta a Ríos, saltando los tiempos, vital y caminante.
Su enseñanza es la coherencia de volcar siempre nuestros conocimientos y calidades en favor de los olvidados, y no olvidarnos de contar sus historias cuando triunfan, cuando por fin muestran los dientes, como decía el Che.
Hace un tiempo recibió un premio a la trayectoria y dijo con esa voz cálida que nunca olvido el acento: “Trato de revisar un poco el pasado de nuestro cine y de nuestro compromiso, porque tengo la impresión de que hay un olvido casi irremediable y doloroso de un pasado que fue duro, en el cual peleamos por una utopía y era realmente una utopía, pero que nos permitía vivir con dignidad, sentirnos que pertenecíamos a la raza humana y no éramos simplemente números. Que podíamos decir, golpear, cantar, enojarnos y llorar, y cada vez que nos encontramos algunos de los amigos que todavía quedan en América Latina, recordamos esos momentos como los más ricos de nuestra historia. Nuestro compromiso fue con la vida absolutamente digna, absolutamente hermosa y violenta. Hoy ya pasó el tiempo, hoy estoy en una etapa como dice la canción «en tiempo de reposo» y miro hacia atrás y digo -«Esa historia hay que contarla, hay que decirla, hay que hacer una película».
La película que debería hacerse es la de tu intensa y valiosa vida, compañero. Hasta siempre.
Juan Mascaró

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